Allí estaba yo de
nuevo. Sin saber por qué todavía confiaba en la puntualidad de mis amigos, los
de toda la vida, por lo que ya había soportado la soledad de sus retrasos una y
otra vez a lo largo de muchos años. Es muy triste ser puntual estando rodeado
de impuntuales. Pero es que ya era difícil que nos juntásemos los cinco, cada
uno con sus historias y sus obligaciones. Por ello me alegré cuando por fin pudimos
quedar el pasado sábado a las ocho de la tarde.
Acababa de mirar el
reloj y ya llevaban quince minutos de retraso. Quince minutos que yo estaba
sentado en la barra, solo, con la única compañía de mi zumo de piña, nada de
alcohol, puesto que había que guardar energías para una noche que sería sin
duda larga. Nunca he llevado bien esperar solo en la barra de un bar, aunque
pongan buena música como en ése. Pienso que todo el mundo me observa y piensa
en lo que hará alguien como yo ahí sentado. Y sin embargo yo hago lo mismo,
pues ya sea directamente, con discreción, o a través del reflejo en el espejo
del otro lado de la barra, observo a toda la clientela del local.