Como ya he contado en
alguna ocasión, tuve que marcharme de casa de mis padres a los dieciocho años
porque donde yo vivo no podía estudiar lo que quería. La mejor opción, tanto
por economía como por libertad horaria, era irme a un piso de alquiler con otros
compañeros, y eso hice. Una vez allí, fui cambiando de piso y compañeros hasta
que di con otros compañeros con quienes me llevaba estupendamente. Juntos, encontramos un piso que nos encantó y
a buen precio, pero con una extraña condición: la dueña, Rosa, nos explicó que
su hija, también Rosa, tenía que limpiarnos el piso un par de veces por semana.
En un primer momento nos pareció un poco raro, pues estábamos acostumbrados a
limpiar nosotros, pero como, a pesar de incluir el pago de las horas de limpieza,
el precio era realmente bueno y el piso nos había encantado, decidimos aceptar.
En el piso vivíamos en
armonía los cuatro compañeros. Fernando era un chico alto y fuerte que jugaba
en el equipo de baloncesto de su pueblo. Tenía el pelo negro, así como los
ojos. También vivía Tony, el guaperas del piso con su pelo rubio y sus ojos
verdes, era raro el fin de semana que salíamos y no conseguía traerse un ligue
a casa. No era tan alto como Fernando, pero también estaba fuerte porque le
gustaba hacer pesas. Luego estaba Ricardo, Ric para los amigos. Salvo contadas
excepciones, era un amante del deporte de no hacer nada, excepto sentarse en el
sofá para ver la televisión en su tiempo libre, por lo que estaba algo regordete.
Aun así, era con quien mejor me llevaba, pues era muy buen tío. Siempre estaba
con la sonrisa puesta bajo su desarreglada melena negra y sus ojos marrones. Y
por último estaba yo. Ya por aquel entonces me dedicaba a correr, bastante
rápido por aquella época, por lo que estaba fino y fibroso. Llevaba mi corto
pelo negro estudiadamente despeinado, cosa que sigo haciendo también, entonces
ya tenía claro que mis ojos negros eran muy expresivos y que mi culo atraía la
mirada de las chicas.